Ahora el juez de Nules la ha tomado con los dos pobres chóferes de Carlos Fabra, chóferes que no hacían otra cosa que cumplir con su misión de hombres abnegados, de funcionarios que llevaban a los bancos los sobres inocentes de su jefe, de fieles sobrecogedores, en fin.
Uno y otro han reconocido a su señoría que ellos hacían lo que les decía el manda, o sea, llevar el pesetamen del presidente al honrado banquero. Aún no sabemos si esa declaración ha sido un cante jondo o por soleares. Ya se verá. Lo que sí sabemos es que cuando uno es alguien importante y quiere hacer un envío top secret se moviliza al chófer. Un buen chófer es como una buena amante. Cumple su misión de una forma eficiente, rápida, discreta.
Los chóferes que lo son por vocación y por devoción, los que son auténticos monjes confesores en las noches de Rolls, siempre guardan los secretos, nunca se van de la mui ni se saltan un stop. Por eso son como de la familia, y por eso llevan al niño al cole y a la mujer de trapitos y al cine.
José Gómez, el chófer de Franco, helado por la mirada fría del Caudillo en el retrovisor, estuvo al volante de España durante un cuarto de siglo sin vender ni un mal cotilleo del dictador. Cela tiró de choferesa con pericia en el embrague. Bogart supo camelarse a Sabrina entrándole al padre/chófer por el corazón. Otro gran chófer ha sido el de Ferrero Roché, que ahora mismo no recuerdo si era Ambrosio o Fermín. Tendré que preguntarle a la Preysler. Y luego está Estefanía de Mónaco, que era más del gremio de guardaespaldas. Fabra también tiene guardaespaldas pero los sobres los llevan sus chóferes, que están a medio jubilar y van detrás de la paguita extra, ahora que ZP nos viene con lo del pensionazo.
De entrada, alguien que manda, alguien que tiene poder, lo primero tiene que buscarse un buen chófer, a ser posible con máster en Contabilidad y mucho Derecho Financiero, por si hay que ir al banco a mediodía o salir urgente a una excursión por Andorra.
Un chófer es como un correo del zar, como un albacea, como un sacerdote de Amón: mudo, sordo y ciego. Al chófer se le mete en la familia y luego se le mete un cheque o un sobre en la chaqueta, y a circular. Una vez dentro del clan familiar, el chófer ya pondrá buena voluntad, el hombre, y ya echará una manita regando el jardín, pintando la verja, haciendo la mudanza, intermediando en la venta de una mina o llevando unos sobres sobrantes con calderilla poco justificada, vamos pronto que nos cierran el banco. Así todo queda en casa.
Un currito como usted y como yo, ocupado lector, se preocupa mucho cuando tiene que ir al banquero, porque el banquero es el médico de la cartera: siempre le está dando a uno malas noticias. Al banco siempre va un currito a que le quiten, nunca a que le den (pasta, se entiende). Pero un gobernante que manda romana y que tiene dinero en cantidad y que además usa chófer, ¿para qué va a molestarse en conducir hasta la oficina, si conducir es de obreros? ¿para qué va a mancharse los dedos egregios de tinta invisible firmando todo ese papelamen bancario? Se nombra emisario al chófer, que es la sombra alargada de uno mismo, el amigo, el otro yo, como decía Aristóteles, y a otra cosa mariposa. Para Fabra recurrir al chófer es como recurrir a un contrapariente, a un primo, porque está en la familia y además es cremallera total.
La gracia de un buen piloto no es que tome las curvas de la carretera y de la vida como las toma Fernando Alonso, ni que cambie un neumático pinchado como quien se cambia de slip, ni que recite el código de circulación de memoria como el cura recita salmos. La gracia del chófer es que es un Viernes robinsoniano de la carretera que no dice ni mu. Aunque parece que estos dos chóferes que han declarado ante el juez, además de ver y oír, también saben hablar. Y hasta cantar.
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