miércoles, 2 de febrero de 2011

Lo siento, mamá (Microrrelatos sonoros V)



Lo siento, mamá, pero he estado bebiendo otra vez. Sé que me dices que no debería hacerlo, que debería tomarme las cosas con más tranquilidad y dejar por un tiempo la botella, que hay otras formas de divertirse. Pero, ¿qué cojones? Estoy tan cansado de esta maldita ciudad que beber es lo único que me hace gracia, lo único con lo que me divierto.


Ya te puedes imaginar lo que ha pasado. El viejo y yo nos hemos peleado otra vez. Me ha repetido una vez más aquello de a ver cuando me entra el conocimiento y a ver cuando me busco un trabajo y ha vuelto a decirme que deje de perder el tiempo tirado en el sofá viendo la tele o en el sótano de Kevin, emborrachándome a base de cerveza y jugando a la Play hasta que me consigo olvidarme de pensar en esta asquerosa vida que me toca soportar en este rincón perdido de la mano de Dios.

Pero tú sabes, mamá, que lo intento. Sabes la de mañanas que me he pasado en la cola del paro, a la espera de que salga algo y la de veces que me he derrumbado en mi habitación y me he puesto a llorar como un niño pequeño por la impotencia que siento y por lo inútil que, a veces, creo que soy. Por eso sabes bien que, de vez en cuando, un tiempo muerto, una pequeño escapada de esta asquerosa realidad que nos envuelve. ¿O preferirías aguantarme todo el día en el salón de casa con esta cara de perro que se me ha puesto últimamente?

Por eso, hay días en que nos reunimos los colegas, más por necesidad que por otra cosa. Ya sabes quiénes somos, Kevin, Brian, Troy y los demás y nos sentamos en alguna mesa del Keystone y brindamos con nuestras copas por "los buenos tiempos" y tenemos la convicción, aunque sea por ese instante, de que esto va a pasar y que, en algún momento, la fortuna nos brindará su sonrisa. ¿A qué sería bonito que eso sucediera?

Pero no dura mucho esa quimera. A medida que nos colocamos, comenzamos a ser incapaces de fingir que todo está bien, que no hay ningún problema y por eso acabamos haciendo lo que hacemos. Lo de las papeleras y los retrovisores de los coches es lo de menos. Te lo digo porque no quiero que te enfades, pero no me extrañaría que recibieses la llamada de algún vecino contándote lo que hemos hecho esta noche. No te podría explicar por qué, pero hemos destrozado el coche del viejo Lonegan. Troy le ha roto uno de los retrovisores y, de repente, hemos cogido unos palos y hemos empezado a romperle los cristales y a abollarle la carrocería. Ya sé que no está bien, mamá, no soy tan estúpido, pero es que Dwight Lonegan es tan mojigato que no me digas que no se merecía que alguien le diese una lección.

De todas formas, me queda poco en esta ciudad. Debo marcharme o un día terminaré por hacerme daño de verdad. Un día, alguien me clavará una navaja en un bar o me pegaré con papá y seré incapaz de volver a mirarle a los ojos. Allá en Raleigh, en Carolina del Norte, he oído que hay trabajo. ¿No sería gracioso que me vieses convertido en un hombre de provecho, en lo que llaman un miembro productivo de la sociedad? Me levantaría temprano cada mañana para irme a trabajar, conocería alguna Lucy o Nancy con la que me casaría y tendría una caterva de chiquillos, estaría en la cama antes de las once e incluso leería algún libro. ¿Me imaginas con algún libro entre las manos? Sería de chiste. Y terminaría por convertirme en un viejo verde que miraría con lascivia a las novias de sus hijos y al que se le caería la baba cuando tuviese a sus nietos entre los brazos. Sería tan patético. Entonces me preguntaría para qué ha servido todo esto y me daría cuenta que mis sueños descansan en la parte más oscura de alguna tumba sin nombre.

De momento, y antes de que esto llegue, lo único que sé es que he vomitado en el portal. Ten cuidado cuando bajes para ir a trabajar y lo pises que huele como mil demonios. No sé si podré dormirme porque la cabeza no deja de darme vueltas y porque me da miedo que, al despertarme, todo siga siendo igual como hasta hoy.

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