lunes, 28 de junio de 2010

Saramago


Me gustaba su prosa y me cargaba un tanto su comunismo a ultranza. Ahora la Iglesia católica, en su versión más reaccionaria y talibán, ha dictado una admonición que le condena por rojo, ateo y masón. Un demonio. José Saramago.



El artículo defenestrador del gran escritor portugués, firmado por un tal Toscani (de tosco le viene al galgo) se titula La omnipotencia (relativa) del narrador, y viene a ser un certificado de expulsión del cielo y un puñado de malas reflexiones sobre el oficio de escritor. Y por ahí no pasamos. Vale que los jerarcas de la curia quieran darnos lecciones sobre Dios, sobre el más allá y más acá, sobre el preservativo con sabor a coco y sobre el kamasutra gay. Pero que nos quieran dar clases baratas de literatura ya nos parece un poco excesivo. Acusan a Saramago de omnipotente, cuando  un novelista es precisamente eso, un «suplantador de Dios» que se rebela contra un mundo injusto, como muy bien ha visto Vargas Llosa.
Parece pues que estos columnistas de sotana y gorigori han leído poco y mal. Desde Homero a Saramago, la novela es la aventura del hombre por explicar el mundo, por encontrar respuestas, por ponerle cara al Creador en medio de un Universo cruel y hostil.
Pero no queda ahí la cosa del panegírico infumable de Toscani. En este auto de fe de andar por casa se define al reo como un «hombre sin ninguna capacidad metafísica», lo cual es un error de bulto. Saramago, de ser algo, es un concienzudo metafísico que mira detrás del espejo, detrás de la realidad física. Es el gran filósofo de la posmodernidad. La Iglesia se empecina en que el autor portugués quería matar a Dios, en plan Nietzsche, cuando en realidad trataba de conseguir todo lo contrario. Pretendía encontrarlo, humanizarlo en la tradición de nuestro mejor Unamuno. En su Evangelio según Jesucristo, el enorme prosista que era no hace otra cosa que hurgar, rascar, investigar en la naturaleza de Dios, en el lado humano de Dios. Lo que ocurre es que, como todo escritor agudo y certero, concluye que Dios, ni está ni se le espera. Al menos en este mundo. Saramago fue sin duda un escritor comprometido con su tiempo, y de esos ya no quedan. Hoy sólo se escribe de marcianitos verdes, de templarios y de conjuras ridículas. La maldita y tediosa novela histórica. Por contra, los temas de Saramago son profundos, actuales, graves, trascendentes: el hombre y su angustia, el derrumbe de los valores, la alienación tecnológica, el vacío existencial, la muerte, las intermitencias de la muerte. Fue un forense del alma humana abierto y crítico, libre y sincero, un buen hombre que buscó respuestas sin ataduras morales. La verdad nunca se puede buscar desde el dogma. Por eso Saramago no gustaba a la Iglesia. Los espíritus críticos dan grima a los vicarios del Vaticano. Hicieron un entrecot a la parrilla con Servet y Giordano Bruno, chantajearon a Galileo y ridiculizaron a Darwin porque nos emparentó científicamente con el mono. No vamos a ponernos anticlericalotes galdosianos a estas alturas, pero uno sospecha que sus señoras santidades quieren devolvernos a la catequesis niñoide, al Jesusito de mi vida, a los milagritos de Lourdes y a las apariciones marianas (las de la Virgen y las de Rajoy). Nos quieren devolver a la infancia engañosa e ignorante, o sea.
Han condenado a Saramago en vida,  obra y muerte. Han tenido muy mal gusto en no perdonar a un hombre en su lecho de muerte, que fue la primera lección que les dio Cristo. Sólo les ha faltado ir al entierro del pobre escritor para clavarle un alfiler en la mano, como suelen hacer los chicos de Cosa Nostra cuando tienen que certificar un fiambre. El Papa, que está detrás del papelajo de Toscani, promueve un fascismo teológico que condena al infierno al escritor y arroja sus novelas a la hoguera. Este catolicismo politizado y rencoroso tiene poco que ver con aquel pescador de hombres. Urge un ensayo sobre la ceguera de la Iglesia. Y pronto.

Texto: José Antequera / Ilustración: Ateza



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